El problema más notorio de esa noche es había llegado ligeramente borracha a nuestra cita.
El me ponía tan nerviosa, él era bien inteligente y tenía una gran biblioteca, él leía todos los periódicos posibles y tenía dos programas de política en el radio, era amigo de Emilio Pachecho y Jordi Soler, cómo no me iba a intimidar si el se había emborrachado una vez con güisqui que el mismísimo Joaquin Sabina le había servido… el era un intelectual y yo siempre he necesitado unos tragos extras de Jack Daniels para tratar con la gente intelectual y casi siempre resultaba, pero esa noche, la verdad es que fue casi media botella, lo supe después de esa única y última pelea en su departamento en la que fui acusada de tener clichés sentimentaloides por preguntarle que a final de cuentas qué éramos, que ya llevábamos varias semanas de salir y platicar y hacer todas esas cosas que los novios hacen, que sinceramente yo quería una respuesta, que ya no me bastaba el mientras estoy contigo no tengo ojos para otra, y cuando no estoy contigo sólo puedo pensar en ti, que me dijera de una vez por todas qué éramos.
“Pues me extraña que me preguntes algo así, creía que tu y yo éramos dos personas poco convencionales, tu eres una estudiante de letras, espero que escritora, quiero pensar que muy inteligente, yo un analista político, no cualquiera lo es, mi pensamiento no es cuadrado, y como puedes ver las relaciones interpersonales me importan un coño, y menos que un carajo cuando llevan etiquetas”.
Dijo él con un vaso de vodka de mango en la mano. Pero esta vez me habia puesto impertinente, un poco tonta, la pose de intelectual era ya insostenible y yo ya no quería ser alternativa. Yo quería un novio y él me gustaba un montón, yo quería etiquetas y etiquetarme, yo lo queria a él.
Lo mas ridiculo, doloroso y memorable de esa noche, fue su sonrisa burlona cuando después de salir corriendo de su departamento, con lágrimas en los ojos, rimel corrido y mil peticiones de que nunca me volviera a llamar, tuve que tocar a su puerta para, con toda la vergüenza que mi cara pudo contener, recoger el celular que olvidé en la mesita del centro de su sala.
Semanas de amargura, güisqui, vino tinto, cervezas, brandy le siguieron al final del que yo creía era el final de los finales en mi historia con el Intelectual arrogante. Poco a poco lo fui olvidando, dejé de faltar a clases cada día menos para escucharlo en la radio, dejé de mencionarlo en mis pláticas sin notarlo, hasta que un buen día, desperté enamorada… de otro.
Mucho tiempo no supe de él, mucho tiempo no me llamó, ciertamente, yo estaba inconcientemente convencida de que no me llamaría, cuando, después de casi un año, mi celular
vibró un miércoles a las 2 de la mañana. “Discúlpame pero en este momento no te puedo contestar, buenas noches” dije, y le colgué sin dejarlo pronunciar otra palabra… Yo le colgué. Y sonreí. Y me sentí muy bien, sinceramente.
Un par de años después, me lo encontré en la fila del cine, yo iba con el que ahora es mi marido, entrábamos a ver una película tonta. Él entraba a ver una gira de documentales aburridos. Sólo.